La imagen de un amante que espera la llegada de su enamorada es tan perturbadora como fascinante. Hay algo horrible en la espera, en ese lento transitar de las horas, en esa ansiedad que se consume en fantasías de toda clase.
Siempre hay una última espera. Llegará el día en que esa persona que sentimos parte de nuestra vida ya no vendrá. En vano observaremos como se diluye el tiempo sin su presencia, como poco a poco nos iremos transformando en el espectro de lo que fuimos, o de lo que debíamos ser. Del otro lado: el Silencio. No hay señales. Ha muerto la esperanza, y con ella nosotros.
Supongo que alguno de ustedes habrá vivido esta sensación, esta espera que siempre concluye con la soledad. Parece que cuanto más amamos y más esperamos, la vida nos devuelve el desprecio más prosaico, esa indiferencia absoluta que lastima nuestro corazón con tanta crueldad que sólo nos deja fuerzas para anhelar el Vacío. Nos juramos entonces que jamás volveremos a sentir, que nadie tendrá el poder de desgarrarnos de este modo, que ya no seremos el capricho o el juguete del amor, que el destino bien puede arder en la podredumbre y el hedor de sus promesas ya que no cederemos.
Nosotros no. Ya no. Nunca más... ¿nunca más?
El porqué de la duda es demasiado sencillo. Los que hemos vivido la espera infructuosa de una dama, sentimos que todavía nos queda una tarea por delante. No lo hacemos por esta egoísta divinidad que parece gobernar el mundo, tampoco por las Musas, el Arte, la Esperanza o la Fortuna: Simplemente sobrevivimos porque quizás en algún sitio hay una mujer que, sin saberlo, sin conocernos, sin que sus sueños y fantasías tengan nuestro rostro, también espera por nosotros.
Para todos aquellos que sufren y esperan por amor. Para los que esperan a alguien en particular y para los otros, que soñamos con la llegada de alguien especial, les dedico este hermoso y triste poema de Wolfgang Goethe. Aquí, una dama realiza una promesa: volver a la habitación de su amado con las primeras luces del día; y él esperará toda la noche, sin perder las esperanzas, aun cuando la cálida habitación se convierta en una fría tumba.
Un Lamento en el Amanecer
Johann Wolfgang Von Goethe (1749-1832)
Oh tú, cruel, mortalmente hermosa doncella,
Dime qué gran pecado he cometido
Para que me hayas atado, escondido,
Dime porqué has roto la solemne promesa.
Fue ayer, sí, ayer, cuando con ternura
Tocaste mi mano, y con dulce acento afirmaste:
Si, vendré, vendré cuando se acerque la mañana,
Envuelta en brumas a tu cuarto llegaré.
Sobre el crepúsculo esperé junto a la puerta sin llave,
Revisé con cuidadoso esmero todas las bisagras
Y me regocijé al comprobar que no gemían.
¡Qué noche de ansias expectantes!
Pues miré, y cada sonido fue esperanza;
Si por casualidad dormité unos breves instantes,
Mi corazón siempre se mantuvo despierto
Para arrancarme del sopor inquieto.
Si, bendecí la noche y al manto de tinieblas
Que con tanta dulzura cubría las cosas;
Disfruté del silencio universal
Mientras escuchaba en la penumbra,
Ya que hasta el mínimo rumor me parecía un signo.
Si ella tiene estos pensamientos, mis pensamientos,
Si ella tiene estos sentimientos, mis sentimientos,
No aguardará el arribo de la mañana
Y con seguridad vendrá hasta mí.
Un pequeño gato saltó en el suelo,
Atrapando a un ratón en un rincón,
Fue ese el único sonido en la habitación,
Jamás anhelé tanto escuchar unos pasos,
Jamás ansié tanto escuchar sus pasos.
Y allí permanecí, y permaneceré siempre,
Ya llegaba el resplandor del amanecer,
Y aquí y allí se oían los primeros movimientos.
¿Es ahí en la puerta? ¿En el umbral de mi puerta?
Acostado en la cama me apoyé sobre el codo,
Mirando fijo la puerta, apenas iluminada,
En caso de que en el silencio se abriera.
Las cortinas se alzaban y caían
En la quieta serenidad del cuarto.
Y el día gris brilló, y brillará siempre,
En la habitación contigua se oyó una puerta,
Como si alguien saliese a ganarse el sustento,
Oí el estrepitoso temblor de los pasos
Cuando las puertas de la ciudad fueron abiertas,
Escuché el alboroto en el mercado, en cada esquina;
Quemándome con la vida, el griterío y la confusión.
En la casa los sonidos iban y venían,
Arriba y abajo de las escaleras,
Las puertas chirriaban,
Se abrían y cerraban,
Y como si fuese algo normal, que todos vivimos,
De mi desgarrada esperanza no brotaron lágrimas.
Finalmente el sol, ese odiado esplendor,
Cayó sobre mis paredes, sobre mis ventanas,
Cubriéndolo todo, apresurándose en el jardín.
No hubo alivio para mi aliento, hirviente de anhelos,
Con la brisa fresca de la mañana,
Y, podría ser, aún sigo allí, esperándote:
Pero no puedo encontrarte bajo los árboles,
Ni en mi sombrío sepulcro en el bosque.
Johann Wolfgang Von Goethe