Para algunos críticos los vampiros estamos muy estrechamente relacionado con el cine: luz y sombra. Y existen de la misma manera, en una intermitencia infinita de sombras y claridad. El “Drácula”, de Bram Stoker (1897) es casi contemporáneo al nacimiento del cine (1895) y “Nosferatu, el vampiro”, de F.W. Murnau (1922), es una de las primeras obras maestras del nuevo medio. Desde entonces, los vampiros han sido personajes cinematográficos esenciales: refinados hasta parecer acartonados y solemnes como el “Drácula” de Bela Lugosi; aristocráticos y donjuanescos como los que encarnó Christopher Lee; polígamos y seductores, como los vampiros italianos de Riccardo Freda, los españoles de Jesús Franco o el del mexicano Fernando Méndez; agobiados por el peso existencial de no poder morir y tener que enfrentar el infinito, como el “Nosferatu”, de Werner Herzog; deicidas, románticos y perversos, como el Gary Oldman dirigido por Coppola.
Y de pronto aparecen los vampiros de apariencia cerúlea, más bien adolescentes, desprovistos de colmillos, llenos de dudas amorosas y de una castidad casi militante, de la serie “Crepúsculo”. No son los primeros vampiros juveniles y desorientados porque ya Joel Schumacher los había convertido en “The Lost Boys” (1987) y George Romero puso a “Martin” como el representante mayor de la desazón de ser joven y distinto, pero “Luna nueva” es una operación de márketing que mezcla los elementos más dispares con el fin de crear un culto adolescente que ya da réditos medidos en centenares de millones de dólares.
Es como combinar “Rebelde sin causa” con “El Código Da Vinci”, pero quitando la furia e intensidad de la primera y haciendo guiños a la segunda, con su secta italiana de vampiros presididos por Michael Sheen, el actor de “La reina” y “Frost/Nixon” que aparece con una toga roja y la expresión facial más cercana a la de estar aguantando la risa.
El vampiro adolescente es Robert Pattinson que quiere pero no puede. Es decir, busca simular el lánguido malestar consigo mismo del James Dean que marcó una generación, pero se queda haciendo pucheros. Y el personaje de Bella, encarnado por Kristen Stewart (lástima por ella que protagoniza una de las mejores películas norteamericanas de este año, “Adventureland”).
Aquí hay vampiros sin sed ni deseos urgentes, pero también hombres lobos. Sí, esas bestias de la noche, trágicas, románticas, que luchan contra su propia naturaleza. El problema es que “Luna nueva” convierte a los licántropos en una banda de fisicoculturistas que se la pasan luciendo sus atributos pectorales. Bocado para las adolescentes que ante la presencia de Jacob (Taylor Lautner) perdonan los efectos especiales más chapuceros vistos en una producción de Hollywood diseñada para destrozar taquillas en todo el mundo: esos lobos peludos parecen sacados del bosque de alguna Caperucita Roja adaptada por el cine mexicano de hace 50 años.
Ni los lobos golpean, ni los vampiros fascinan, ni los enamorados conmueven, ni el terror asusta, ni la fantasía atrae, ni el romance persuade. “Luna nueva” es una suma de vampiros desdentados, lobos con esteroides y amantes con anemia perniciosa. Una nueva Decepción.